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Ramón,
desde los sentidos
por Alberto Gosá
Una perversa tentación se cierne, que nos va a empujar a verte, desde ahora, más que en
tierra, en el aire, fugazmente. Me va a ser difícil no dirigirme a ti, Ramón, cuando ya no
estás, escribiendo para otros. Que éstos, al menos, te hayan conocido y algo de lo que aquí diga
les llegue. A ti te escribo, entonces.
Inútil elucubrar paraísos etéreos, que algunos digan son tu nueva morada. Y eterna:
insoportable horror el de la eternidad, peor aún si entre algodones. Los del grupo de tus amigos
ateos, confundidos por el cura que habló de ti en el frontón de Beorburu -también tu amigo- en el
grupo de los agnósticos, no estamos para voces ultraterrenas. Por eso tu ausencia produce
más dolor, porque tu imagen se nos va a ir diluyendo poco a poco en la memoria, con la
`certeza' biológica a cuestas de un reencuentro imposible. Tendremos que echar mano de las fotos
y de tu letra, poco inteligible para el profano.
En una de tus cartas desde Nepal dices tener envidia de la risa de los tibetanos. Tu risa,
tan aguda, no era tibetana. Pero perdurará mucho tiempo en mi oído, más que tu imagen. Y
tu mirada, Ramón, ahora que ya ni ves ni oyes ni entiendes, cosas que llegaste a hacer muy
bien. También supiste mirar; quién sabe si lo harás mejor desde ese improbable aire. Y supiste
callar, reacio como eras a opinar. Abrías discretamente ojo y oído; lo percibido entraba a formar
parte de tu acervo, oportunamente asimilado. Ejercicio elemental de inteligencia, hoy
apenas practicado.
Perdurará tu olor, Ramón, algo enmohecido por el aroma de los montes mojados que
te gustaba pisar. Tantas veces olido en la proximidad del esfuerzo sobre los tejados, en la
lógica -aprendida sobre la marcha- de disponer las piedras una sobre otra -a veces se nos
olvidaba debajo un dedo, y conocíamos como nadie que la caliza supera en densidad a la arenisca.
Así aterricé de tu mano una mañana de abril de 1976 en las ruinas de la casa del cura de
Beorburu, que luego serían tu casa, y que por un tiempo fue la mía. Entonces eran palomar, tú eras
el buitre y ya comías ovejas mucho antes de que se corriera la voz del nuevo comportamiento.
Fue aquél un tiempo de aprendizaje sin ataduras, recién abandonado el horizonte hollado
de la familia, que para entonces quedaba a la vista de un cogote superado por los ojos.
Tiempo habrá luego en la vida para girar la cabeza y volver a encontrarte con personas y lugares
que ya no son los mismos: no sé si tú lo tuviste. También estaba recién abandonado el último
tramo de nuestra domesticación, en la academia. Luego habrá tiempo para comprender que
lo aprendido, y aparentemente olvidado, ha dado sus frutos: me temo que no has gozado de
él suficientemente. Y de estampida, digo, aterricé en Beorburu, donde en seguida descubrí en
ti una generosidad que no era diferente a la que yo había conocido en mi familia. Pero fue
contigo que descubrí el valor del esfuerzo, y que también unas manos torpes e inexpertas pueden
servir para construir cosas, algo que ni en mis más fecundos instantes de pasión juvenil
pudiera habérseme pasado por la cabeza. Pero después del sudor en el verano empezaba un
otoño rebosante de `lepiotas' empanadas al horno, y con perejil.
En tu huerta de Apezetxea pastoreábamos tomates, tan ricos, como camaleones que
se movían sin darnos cuenta del verde al rojo. Se los robábamos a mi mona, peculiar
guardián cinocéfalo de rebaños hortícolas, que se los comía a tres patas, mientras con la cuarta y
un glúteo hacía equilibrios para sostenerse en los 20 cm² del palo tutor. Ahora que de ti
sólo quedan los minerales, propondré a Blanca que riegue la huerta con tus cenizas, para
que podamos ver tu cara en los tomates rojos, tus ojos fijos y muy abiertos que me recordaban
a los de los buitres. Quiero pensar que fue el buitre tu temprano animal tótem, el que no
dejamos de ser nunca los niños paleolíticos, y que racionalizamos en nuestra medida cuando
de mayores nos hacemos biólogos. No sé cuánta dosis de racionalidad fluía en ti cuando
me hiciste salir cubierto de una piel de buitre en unos carnavales de Tolosa. Pero esas dosis, y
su naturaleza, te las voy a tener que dejar por siempre a ti, su propietario. Ya nunca
podremos hablar de ello en el balcón de Apezetxea, envueltos en la brisa nocturna del verano,
recogida y a él lanzada desde ese frontón en el que este 6 de agosto nos juntamos gente y hablaron
de ti. No importa, te habrías dormido a mitad de conversación.
En el tejado sobre ese mismo balcón te vi encaramado en cuclillas aquella mañana
de homenaje, con zapatos sin cordones, pantalón corto y un gorro de cholito del altiplano
peruano. Rompiendo cualquier atisbo de solemnidad y mirándonos sin decir palabra, como llamado
por el Tiempo antes de tiempo, que habías sido. Te voy a recordar ágil, incisivo y certero, ya
nunca viejo, cuando antes tus hermanos menores te hemos llamado abuelo. Y en mi último
recuerdo estás sentado en el banco de piedra de la casa de Eduardo, hablando -porque se te
pregunta- de tu próxima travesía en el Pirineo. Algo sombrío, taciturno como poco a poco
vamos haciéndonos los que acumulamos años, y a quienes se nos nota que sólo en la
Naturaleza somos capaces de descubrir lo que nunca antes hemos visto, aunque volvamos a ella una
y otra vez. Yo te he conocido cuando éso tú eras capaz de descubrirlo en las personas.
Un antiguo poeta japonés escribió su haiku de homenaje a la tierra en las criaturas
que pesadamente la abandonan:
lento el vuelo levanta
la panza llena
la vida ya comida
Yo me dejo ya de vuelos, porque más que en el aire te siento, Ramón, en tierra.
En memoria de Ramón Elósegui
Pamplona, 25 de agosto de 2000 |
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